Sugerencia

..................................................................................Recomiendo leer mientras se escucha la música que dejo en cada entrada..................................................................................
...................................................................................................................Advierto que tanto escribo elegante como soez....................................................................................................................

martes, 19 de mayo de 2015

Richard.

Amanecía el día de nuevo para él. Richard Pascow abrió los ojos lentamente, a medida que la luz del sol bajaba por su cara, acariciandole cariñosamente como si quisiera no asustarle. Los pájaros cantaban en los árboles del jardín, era un sonido con el que estaba acostumbrado a despertar. Antes le encantaba despertar así: el sonoro y dulce cántico de los pájaros, el sol desplazándose a su anchas dentro de su dormitorio, el olor a una mañana de campo y el sonido de las hojas de los árboles. Solía beber un vaso de agua según despertaba, se estiraba y se encaminaba al cuarto de baño. Tras refrescarse, tenía la costumbre de despertar a Carla con un beso en la mejilla, y desearle un "buenos días" tras mostrarle ella su cara de desconcierto, como si parte de ella siguiera en sus sueños. Al reconocer a su padre, de ojos verdes y pelo rubio, de nariz afilada y sonrisa amplia, ella sonreía y le devolvía el deseo. Normalmente se abrazaba a su cuello. Su padre, su príncipe.

Richard seguía ahora tumbado sobre la cama. Hacía tiempo que no iba a trabajar, y que su mundo había dejado de tener sentido. Se preguntaba qué clase de Dios le arrebató a su hija, lo único que le daba fuerzas para continuar. Ella era lo único que tenía. Michelle había fallecido durante el parto, seis años atrás. Habían pasado sólo tres meses desde que Carla no estaba. A veces le parecía escucharla corriendo por el pasillo, riendo a carcajadas por alguna nimiedad. A veces deseaba con fuerza que su puerta se abriera de repente y ella estuviera allí, dispuesta a entrar y saltar sobre su cama para abrazarle. Era la niña más feliz y más cariñosa del mundo, y su padre, también lo era todo para ella.

La familia de Richard no sabía cómo ayudarle, a veces venían y preparaban una cena o comida familiar en su casa, sólo para los más íntimos. Sus padres, sus hermanos y respectivas familias. Por suerte en este momento, tenía dos sobrinos pequeños que, aunque no eran ni la mitad de cariñosos que Carla, daban cierta alegría a la casa cuando llegaban, para luego llevársela al marchar, dejándola dolorosamente vacía. Eran hijos de su hermana mayor, Lily. Su otra hermana y su hermano, no tenían hijos aún. Su padre era un hombre regordete de unos sesenta y tantos, y aparentaba ser mucho más duro de lo que era en realidad. Le brindó su apoyo más profundo cuando más lo precisó. Su madre era alta y llevaba el pelo corto y rubio. Sin duda los ojos verdes eran de ella. Y también los llevaba Carla. La mirada risueña de su madre había desaparecido por completo hacía tres meses. Ahora sus ojos desprendían una grave compasión hacia su hijo, y dejaban entrever también su dolor. Los abuelos de Carla habían cuidado inumerables veces de ella cuando su padre tenía turnos complicados en su trabajo, para ellos la niña era tremendamente querida, y ahora la añoraban con todas sus fuerzas.

Richard recordaba allí tumbado una de las cenas. Su madre había preparado unos muslos de pollo al horno que desprendían un olor sensacional que inhundaba toda la casa. Era muy buena cocinera y se había dedicado toda su vida a cocinar en acontecimientos familiares. Le gustaba hacerlo y se le notaba con frecuencia que la cocina era su pasión, pues no dejaba de hablar de ello. En cualquier conversación podía introducir perfectamente el tema de la comida, ya sea una receta, un sabor, un olor... siempre encontraba la manera de hablar de comida. Richard estaba preparando la mesa del comedor con ayuda de Dan, el marido de Lily, y el cuñado con el que más tenía afinidad. Ultimamente Dan no sabía cómo entrar en sintonía con él, sabía lo mal que lo había pasado, y sabía el dolor que encerraban sus palabras cuando hablaba de su hija. Por eso a veces se limitaba a hablar de cualquier otro tema, aunque no tuviese la más mínima importancia ni relevancia. Dan sentía la congoja de Richard, y por un momento se quedó con el tenedor que iba a disponer en la mesa, atrapado en su mano, y en la otra, el resto de grupo de tenedores. Se quedó mirándole con pena hasta que se decidió en dejar todos los tenedores apilados sobre la mesa, e ir hacia donde él estaba y ponerle la mano sobre el hombro, aprentándolo con suavidad. Richard se abrazó a él y rompió en llanto. Un llanto desolador que hizo que Dan dejara escapar también su pena en forma de lágrimas. Lo abrazó con fuerza, como si quisiera demostrarle que estaría siempre ahí para él.

Interrumpió su recuerdo, y en ese momento se sorprendió a sí mismo con la cara empapada. Las gotas habían estado corriendo por su cara y mojando la almohada, pero él ni lo había notado. Ahora debía buscar una razón para levantarse de la cama, y era su mayor lucha cada mañana. Pues lo único que quería era perecer allí y dejar de sufrir. Quizás reencontrarse con su hija; quizás le estaba esperando en alguna parte, con el camisón verde y el pelo castaño, liso y alborotado. La recordaba con ese pelo por los hombros, y el flequillo recto siempre descolocado, riéndo a carcajadas. Le parecía escucharla, y aquella risa desmedida invadía su alma e incrementaba su añoro. Con la esperanza de reunirse con ella, la niña de sus ojos, el amor de su vida, el ser más grande de su mundo, Richard se incorporó, bebió de un tirón su vaso de agua que aún conservaba fresca de la noche anterior, estiró los brazos y la espalda, y se encaminó al cuarto de baño.





A ti, pequeño ángel. Que nos has dejado.
Te queremos.







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