Sugerencia

..................................................................................Recomiendo leer mientras se escucha la música que dejo en cada entrada..................................................................................
...................................................................................................................Advierto que tanto escribo elegante como soez....................................................................................................................

domingo, 19 de abril de 2015

El amor está sobrevalorado.

El amor está sobrevalorado. El único amor que importa es el que sientes por ti mismo, es el que hace de ti quien eres. Puedes amar a alguien, puedes creer que sin esa persona tu vida no tendría sentido. Pero esa persona puede traicionarte; no importa cuánto le quieras, no importa lo que hagas por él, no importa que se lo des todo. Si quiere traicionarte lo hará. Y te hundirás si así lo sientes, porque le habrás querido más que a ti mismo y has hecho de él tu mundo. Amar a alguien no es algo vital, no es algo necesario para sobrevivir. Lo realmente válido y que merece la pena es quererse a sí mismo, ser capaz de mirarse al espejo cada mañana y no sentirse decepcionado, no sentir rencor ante la persona que está al frente. Todo lo demás es opcional y reemplazable. El amor viene y va, a veces viene y se queda para siempre. Cuando eso pase, no lo sabrás, pues nadie vive para siempre como para garantizar algo eterno. A veces crees que lo tienes todo, vives pensando que esa persona no será capaz de reemplazarte a ti, o de dejar de considerarte algo valioso, y de repente todo cambia y te das de bruces contra el suelo. Por eso digo, que hagas lo que hagas, procura que la primera persona a la que ames, seas tú mismo. A los demás, aprécialos, quizás aprécialos mucho. Puedes permitirte derramar alguna lágrima, pero no imagines tu mundo dentro de ellos, porque estarás jodido. Cada persona es libre de decidir a quién desea tener en su vida, y en cualquier momento, ese a quien aprecias puede decirte de cualquier manera que no quiere tener ningún tipo de relación contigo. Y esto puede decírtelo, repito, de cualquier manera. Y tendrás que ser fuerte para soportarlo, superarlo y volver a mirarle a los ojos día tras día. Es fácil llevárselo todo al terreno personal, y sentirse herido, rechazado e infravalorado. Por eso es importante ser la persona más importante de tu propia vida. Conseguirlo requiere mucho esfuerzo y mucha frialdad. Pero si lo consigues, merecerá la pena.



jueves, 9 de abril de 2015

Locke.

Estaba sediento. Caminaba espectante por aquél callejón andrajoso y mugriento mientras alzaba la cabeza intentando captar algún aroma apetecible. Las últimas noches sólo se había alimentado de condenados a muerte, apestosos y enfermos pobladores de clase baja. No esperaba encontrar algo mucho mejor por aquella zona, pero al menos tenía la esperanza de acabar con aquella sed que lo estaba matando. Locke había sido hijo de duques hacía ya muchísimos años. Unos cien al menos y ciento sesenta como máximo. Vestía un abrigo negro que le llegaba a mitad de los muslos, una camisa blanca de cuello almidonado que portaba un lazo voluminoso y unos pantalones negros medio cubiertos por unas botas de piel. Su cabello era largo y oscuro, recogido por una coleta baja hecha con una cinta de raso. De tez pálida y mejillas pronunciadas, ojos grises y nariz perfecta. Era alto y tenía un caminar elegante que iba a tono con su personalidad. Tenía la mirada tan profunda que los que se cruzaban con él durante la noche no eran capaz de mantenerle la mirada por más de dos segundos. Y más les valía no hacerlo y rehuirle todo lo posible, pues no aguantaba desafíos de ningún tipo.

Las calles empedradas estaban empapadas, pues no había parado de llover en varias horas. El chapotear de su caminar hacía eco en la noche fría y negra. De repente, un aroma dulce y fresco captó la atención de Locke. Siguió caminando lentamente por el callejón, pero ansioso e interesado en aquél aroma. Giró la esquina que le obligaba a rotar a la derecha y se percató de que esa calle estaba tenuemente iluminada por una luz amarillenta. Descendiente de una ventana en lo alto de una de las viviendas. El vampiro se paró en seco frente a la luz y miró hacia arriba. Sin duda el olor procedía de allí. Flexionó levemente las rodillas y de un salto se agarró a la cornisa del segundo piso. Con cautela miró el interior de la habitación que estaba iluminada por un candelabro con cinco velas a punto de consumirse. A pesar de que la estancia daba una apariencia completamente zarrapastrosa, había algo en el ambiente que olía exquisitamente bien y que le impulsaba a seguir allí colgado, en busca de su procedencia.

En el lado izquierdo del aposento había un camastro de madera y, sobre éste, una mujer que dormía plácidamente. Sin duda aquella fragancia era ella. Sigilosamente abrió la ventana y entró, con suerte ella dormía de un modo profundo y parecía que nada podía perturbar sus sueños. Se acercó a ella lentamente, pese a que debido a sus habilidades y a su desesperada sed, pudo haberse abalanzado sobre ella sin tan siquiera despertarla. Disfrutaba del perfume de su sangre mientras la contemplaba; una sábana cubría sólo su torso, mientras que el resto del cuerpo yacía desnudo. Su larga melena dorada trazaba caminos sobre la almohada e, incluso algún mechón colgaba fuera de la cama. Tenía unas pestañas largas y una piel blanquecina de mejillas sonrosadas. Locke hubiera jurado que su piel era tan suave como una nube, y se atrevió a acariciar su cara de una manera muy dócil. No se equivocaba. Debía tener unos veinte años. Por un momento sintió deseos de retirarle la sábana para contemplar su cuerpo desnudo. Hacía más de un siglo que su apetito sexual había desaparecido, no sentía atracción física por las mujeres y creía por perdida su virilidad en el ámbito carnal. Sacudió su cabeza intentando despejar esa idea, tan absurda como el hecho de estar allí de pie frente a su tan ansiada comida de la noche. El anhelo de beber de aquella sangre batallaba con la idea de no querer matarla. Tal vez si bebía sólo hasta cierto punto y luego le ofrecía su sangre a cambio de no dejarla morir, la convertiría inexcusablemente en su compañera eterna. Se inclinó hacia su cuello y deseó poder parar cuando fuese el momento para no acabar con su vida.

Con dulzura hincó sus colmillos en su cuello. Ella hizo el amago de despertarse y se movió un poco de forma aquejada, pero siguió durmiendo mientras Locke disfrutaba de su sabor. Aquella ternura con la que absorvía su delicioso plasma fue convirtiéndose en cuestión de segundos en un apetito voraz. Comenzó a perder el control de sí mismo y aún siendo consciente de ello, no podía parar. Su instinto animal le obligó a beber de ella hasta la última gota, a engullirla sin piedad. Cuando de ella ya emanaba sólo muerte, despegó su boda de su cuello con lentitud, empezando a sentirse débil y fracasado. De repente una tristeza invadió su corazón, que había dejado de latir hacía ya muchísimo tiempo. Cerró los ojos con fuerza. La luz que desprendía aquella muchacha cuando entró en su habitáculo, había desaparecido por su culpa. Intentó mantener la mente fría de nuevo, pues en todos sus años de cacería nunca sintió el más mínimo remordimiento. Y había bebido de toda clase de personas de cualquier edad, incluso de bebés.

Quizás aquella sensación le advertía de que debía buscar un compañero, o una compañera. Para conversar y compartir la eternidad, aunque él siempre había considerado que hablar estaba sobrevalorado, pero empezaba a sentirse vacío. Vagaba sin rumbo por el mundo con el único cometido de alimentarse y satisfacer sus necesidades hasta la siguiente noche.


Cuando abrió los ojos, ya la habitación estaba oscura. Las velas se habían consumido y a través de la ventana sólo había oscuridad. El sabía lo que eso significaba; estaba a punto de amanecer. Cerró la persiana y corrió las cortinas con sutileza. Se dirigió hasta la cama y se recostó junto al cuerpo de la mujer. La abrazó como en tiempos pasados había abrazado a su mujer, Isabella. Ella murió de cólera unos años antes de que él se transformase en lo que era.

Abrazó el cuerpo sin vida con fuerza y lo acogió en su pecho. Era extraño... ninguno de los dos corazones latía. Cerró los ojos y dejó pasar el día, junto a lo que quedaba de ella.



martes, 7 de abril de 2015

Miriam.

Se daban altas horas de la noche. En el apartamento persistía la luz encendida del pasillo mientras ella dormía en su cama. Se sentía incapaz de apagar todas las luces de la casa cuando llegaba la hora de acostarse, pues las presencias y sus demonios acrecentaban su temor cuando llegaba la noche.

En los últimos segundos de su sueño pareció escuchar un tintineo de campanas a su alrededor. De repente, notó una mirada intensa sobre ella, como si la observasen fijamente desde un extremo de la cama. Esto la sobresaltó e hizo que se despertara, empapada en sudor y aterrorizada. Ultimamente no dejaba de tener sueños perturbadores e incomprensibles, y no terminaba de acostumbrarse a esto. Apartó a un lado la colcha trapeada que cubría su cuerpo de mitad hacia abajo y se incorporó. Puso sus pies descalzos y fríos sobre el parquet de nogal, y vaciló unos instantes antes de decidir levantarse. Se sentía fatigada, así que tomó un sorbo del vaso de agua que depositaba cada noche sobre su mesa de noche antes de acostarse. Volvió a dejarlo en su lugar y se puso en pie. No estaba del todo decidida a avanzar hacia la salida de la habitación y encontrarse con aquél pasillo iluminado y solitario, pues parecía haber algo en el ambiente que la perturbaba, algo en alguna parte de aquella casa que la acechaba invisible. Estaba aterrorizada, pero hizo frente a su temor y salió de su habitación, cuatro pasos a la izquierda del pasillo estaba el cuarto de baño. Miriam entró en él, encendió la luz y se encaró ante aquél espejo que estaba sobre el lavamanos. Lo había tapado por completo con hojas de periódicos viejos, pues los reflejos eran algo que no soportaba ni de día ni de noche. Los pocos espejos que tenía en casa estaban tapados con periódicos o cubiertos con telas. Aún así miró al frente ante él, pareciendo ver ante sí misma su rostro triste, y se agachó para lavarse la cara. Al incorporarse notó aún más la opresión en su pecho, la seña de que la ansiedad que sentía era tan real como ella misma. Se dirigió a la bañera de cuatro patas que se situaba a lo largo de la pared frontal del cuarto de baño y abrió ambos chorros a la vez para llenarla de agua templada. Sobre la alfombra color turquesa del suelo se hallaba descalza, y comenzó a desnudar su cuerpo pálido y escuálido. Tenía los ojos caídos debido a la tristeza que soportaba, y la boca entreabierta que dejaba escapar ligeros gemidos de angustia mientras respiraba.

Se metió en la bañera una vez estuvo llena de agua y se recostó plácidamente en ella. Posó sus brazos sobre los laterales, su cuello sobre el extremo y fijó su mirada en el techo. Trató con éxito dejar la mente en blanco, y se quedó adormilada durante unos minutos. De pronto unos pasos rápidos y unas risas la desvelaron. Parecía que alguien había corrido por el pasillo, y aún parecía escucharse el eco de aquella risotada de una niña. Tajante, Miriam se puso en pie aún dentro de la bañera y salió de ella, tomó una toalla y envolvió con ella su cuerpo empapado. Caminó vacilante hacia la puerta del baño y miró hacia la izquierda, donde al fondo, el pasillo desembocaba en el salón- cocina del apartamento. Allí también se encontraba la entrada de la casa, pero aún así no se planteó que pudiese haber entrado alguien, pues sabía que aquello que ella percibía no era humano.

Su vida había sido un constante altibajo. Vivía acongojada y solitaria, y muy rara vez se encontraba con los pocos amigos que tenía. Anhelaba haber tenido una niñez que mereciese la pena recordar, en vez de la que provocaba humedad en sus ojos al pensarla. Aún podía oler el alcohol en el ambiente, y podía escuchar a su padre balbucear insultos a quien tuviera alrededor. Solía quitarse el cinturón mientras se tambaleaba, y empuñarlo con fuerza para emplearlo debidamente sobre el cuerpo cárdeno de su madre o de su hermana, Lydia. Su hermano mayor trataba de contenerle, y a veces su padre arremetía también contra él. Miriam era la pequeña, y rara era la vez que aquél engendro de ojos grises se ensañaba con ella. Una noche en la que él estaba tan borracho que no podía ni con su alma, resbaló en el cuarto de baño y su cabeza rompió la esquina del lavamanos. Aunque ella sólo tenía cuatro años, ante la muerte de su padre sólo pudo sentir alivio y cierto grado de alegría. Su madre iba de mal en peor según pasaban los años. Contraía idilios a menudo con diferentes tipos de hombre, cada cual peor. El único que se interesó por sus hijos fue Bruno. Solía dar cachetes en las nalgas de Lydia, y acariciar a Miriam cada vez que encontraba ocasión y escusa para decirle cuánto le habían crecido los pechos para tener sólo trece años. Un día su hermano, Paul,  lo sorprendió con ella, y lo sacó de la casa a punta de cuchillo. A pesar de que el tipo no volvió jamás, su madre se atiborraba a antidepresivos y alcohol, y Paul no tardó en marcharse de casa. A Miriam siempre le pesó no haberse marchado con él, pero con los años comprendió que dicha cosa no habría podido ser. En él encontraba la figura paterna que otros no supieron darle, a pesar de sólo tener nueve años más que ella.

Miriam llegó a la cocina, que se hallaba tenuemente alumbrada gracias a la luz amarilla del pasillo. Encendió una lámpara para ver mejor, y corroboró que allí no había nadie a pesar de que de allí provenían las risas de hacía unos segundos. Escuchó un chapoteo estridente y se giró lentamente para mirar el pasillo. Tenía miedo de ver algo inesperado que la dejase sin respiración. Aún así, caminó de nuevo hacia el fondo de la vivienda. Tenía un nudo en la garganta, y su corazón cada vez latía más deprisa. Cuando llegó a la altura del cuarto de baño, vio que la puerta estaba cerrada. Tragó saliva con dificultad y agarró el pomo helado de la puerta. Lo giró hacia la derecha con indecisión y empujó la puerta para que se abriese. De repente dejó de respirar, sus ojos se abrieron estupefactos ante lo que veían. Por su rostro comenzaron a caer lágrimas, pero ella no las sentía. Ya no podía sentir nada. Pues su cuerpo estaba yacente en la bañera. Sus brazos colgaban por fuera de esta, y tanto el agua como la alfombra estaban regados de sangre que había salido de sus muñecas. El cuerpo estaba tornándose grisáceo y la sangre estaba empezando a adoptar un color marrón granate oscuro. Contemplaba absorta el escenario e intentó sin éxito acariciar el cuerpo, pero su mano lo traspasaba. Se miró a sí misma las muñecas y las palpó, pero no veía los cortes ni sentía ningún dolor. Ya no le dolía.