Sugerencia

..................................................................................Recomiendo leer mientras se escucha la música que dejo en cada entrada..................................................................................
...................................................................................................................Advierto que tanto escribo elegante como soez....................................................................................................................

sábado, 18 de noviembre de 2017

v. Abrazar

Me miraron raro cuando la abracé al verla llorar.
No la conocía de nada.

En otra ocasión, abracé a quien se había declarado mi enemiga
cuando la vi romperse. Y no me arrepiento.

Hace días, una de mis personas favoritas se quebró ante mí,
y la envolví hasta que pudo dejar de llorar.

Y es que un abrazo no es sólo tarea de los brazos como tal,
sino también del alma. Especialmente del alma.


Y que, que algo tan natural, tan humano, a veces se considere algo de lo que sorprenderse me parece algo de lo más triste. Es como si se necesitase una excusa para mostrar al mundo que somos seres vivos, "sintientes", naturales. Y, la mayoría de las veces, no somos capaces de expresar lo mucho que lo necesitamos.

Porque yo sé lo que es sentirse rota, y que nadie te abrace.
Yo sé lo que es necesitarlo, y sentirte vacía.
Sé lo que es estar sola a todas horas.


Y hoy vengo a hablar entonces de los abrazos.

Los que llenan
los que acercan
los que reparan
los que están
los que alivian
e incluso los que duelen.



Los que transmiten
los que son mudos
los que serán recordados
cuando más se les necesite de vuelta.



Abrazar, mi verbo preferido.
Y es que cuando me preguntan
"¿besos o abrazos?",
yo no hesito ni un segundo.



Pocas acciones acercan tanto
pocas alivian tanto
pocas se sienten tanto
como un abrazo prolongado
en el momento justo.

Alma con alma
corazones y un dúo de latires
sincero, humano.
Extraordinario.



Y no hace falta querer a alguien para regalarle un momento de paz.
De protección. De alivio.

Ya sea para llenar momentáneamente un vacío,
o para compartir un momento de euforia o alegría...
abraza ahora. No lo dejes nunca para luego.
Porque no hace falta que diga que nada es imperecedero,
y que es mejor llenar el alma, que acumular ganas.


martes, 14 de noviembre de 2017

A mi retoño.

Te quise tantísimo
con todo lo que yo era, e incluso
con más, pues me inventé para ti.

Era capaz de acariciarte con la mirada
y acurrucarte cual caudal al agua de un río;
y éramos un fluir constante, un fluir en caudal.

Te quise tantísimo
soñé con un mundo para ti
que ya no disfrutarás.

Te cantaba en voz baja
con la esperanza de que me oyeses
y de que me quisieses también.

Te quise tantísimo
antes de conocerte
y de saber que existías.

Imaginaba lo difícil que sería
pero aún así no podía imaginar
ahora ya mi vida sin ti.

Te quise tantísimo
que dejé de sentirme sola
en aquellas noches interminables.

De repente éramos dos en un mismo cuerpo
amándonos mutuamente
y mis manos, sin tocarte, te acariciaban.

Te quise tantísimo
que aquella mañana
parte de mí se fue contigo.

Y no regresaría más,
pues en el Universo desde entonces
brillas con el pedacito que de mí te llevaste.

Te quise tantísimo
que no pude sentirme más sola
que cuando te marchaste.



Siempre te quiero.
Siempre estás conmigo.
Mamá te recuerda siempre.


lunes, 6 de noviembre de 2017

Llantos de noviembre.

Se había puesto encima mío, con la intención de acabar.

Empujaba con frenesí mis adentros y le sentía jadear cada vez más fuerte. Le conocía perfectamente, y sabía cuándo era el momento. Unos segundos antes, de repente, sentí una sensación de congoja que me hizo empezar a llorar. Él no parecía darse cuenta, y mientras seguía embistiéndome y gimiendo, yo lloraba con los labios apretados, sin saber por qué. Juro que no lo sabía, ni lo sé a día de hoy. Pero no quiero adelantarme.

Se corrió. Salió de mi interior y, sin mirarme tan siquiera a la cara, se sentó por su lado de la cama mientras miraba al suelo en busca de sus calzoncillos. Yo seguía llorando, pero no quería que él se diera cuenta. Así que me incorporé despacio cerrando con cuidado las piernas, pues los abductores me dolían. Me fui al baño con la ropa en la mano; ropa que fui encontrando por el suelo. Allí me vestí y me miré al espejo. Tenía los ojos hinchados y aún caían lágrimas por mi rostro. "Puta asquerosa", me dije mirándome a los ojos. Sentía una especie de furia entremezclada con vergüenza, y apenas podía sostenerme la mirada a mí misma frente al espejo. Me lavé el rostro y decidí pintarme los labios antes de salir del baño.

En la sala cogí mi mochila y me dirigí al dormitorio para despedirme de David. Le vi de espaldas en la terraza, fumando un cigarro en calzoncillos, y decidí marcharme sin decir nada y sin hacer ruido. Poco importaba una despedida en aquél momento.

Caminé casi un kilómetro hasta la parada de autobús y allí esperé cinco minutos hasta subir a mi línea. En el camino me había dado cuenta de que no me había aseado mis partes íntimas después del sexo, y tenía una sensación más que desagradable entre las piernas, y notaba el olor traspasar los pantalones. Deseaba que nadie se diese cuenta de ello. El autobús iba bastante concurrido de gente, pero aún quedaba dos o tres pares de asientos libres, así que escogí el que más al fondo estaba, y me senté junto a la ventanilla. Percibí que una señora mayor me miraba con repugnancia desde el lado opuesto, y pensé que quizás me había olido. Sentí vergüenza y frustración. De repente quise llorar otra vez. Saqué de mi mochila las gafas de sol, aunque el día estaba más bien nublado, y me las puse para llorar tras ellas. Cinco o seis paradas más alante, subió un hombre que decidió sentarse a mi lado. No le puse demasiada atención pero, de repente me dí cuenta de que me miraba por encima del hombro. "Joder, no...", pensé. "Me está oliendo. Está oliéndome". Cerré mis piernas aún más, apretándolas lo máximo posible, para intentar que el olor escapase.

A la par, trataba de disimular que lloraba, y no veía el momento de llegar a casa. El señor no dejaba de mirarme y, de repente, incorporó un poco su pelvis e introdujo la mano en su bolsillo derecho. Yo le miraba de reojo tras las gafas. Sacó un pañuelo de tela, impolutamente doblado, y me lo ofreció. Lo cogí, y vi que tenía bordadas unas iniciales. "A.B.". Le dí las gracias y me sequé las lágrimas. Él no dijo nada y se limitó a mirar hacia adelante todo el trayecto hasta que, tras unas paradas más, tras dedicarme una sonrisa al levantarse del asiento, se bajó del autobús.

Miré el pañuelo. "Debí habérselo devuelto".

Llegué a casa quince minutos después. Ya había empezado a anochecer. Saludé a mi perro y me dirigí al cuarto de baño, desropándome por el camino. Las bragas estaban empapadas. Llené la bañera e incorporé un trozo de bomba de espumas de olor a frutos del bosque. El agua en la bañera se tiñó de azul.  Encendí unas velas y apagué la luz.

La sensación del agua caliente envolviendo mi cuerpo era casi más placentera que el sexo de hacía unas horas. De repente me acordé de David. Ni siquiera me había mandado un mensaje desde que me marché de su casa. ¿Qué podía esperar? Al fin y al cabo, no éramos nada. Sólo follábamos de vez en cuando y discutíamos alguna vez. A veces las discusiones eran mejores que el sexo. A veces iban ambas cosas juntas. "¿Qué más da?", pensé. Y pasé mis manos por mis brazos, frotándolos suavemente. Me sentía un poco menos sucia ahora que no olía a sexo. Las palabras de mi abuela resonaban una y otra vez en mi cabeza... "Una mujer se hace respetar". Si estuviera viva y supiese lo que estoy haciendo, probablemente me diría que soy una zorra. Y no le quitaría la razón.

Pensaba en David, en que quizás él también tenía sus demonios. Pensaba en el hombre del pañuelo, en "A.B.". Pensaba en la señora que me miraba con desaprobación. Pensaba en mi propio reflejo en aquél cuarto de baño deprimente. Y decidí sumergirme y despejar mis pensamientos. Mi perro me miraba desde la puerta del baño con expresión impasible. Empezó a llover, y en la vidriera de la ventana se veían escurrir las gotas.

Me sequé y me vestí con un pijama raído al que tenía mucho cariño. Recogí la ropa que había ido dejando por el suelo, decidiendo firmemente tirar las bragas a la basura. Tal cual estaban. Me dirigí a la nevera y cogí una cerveza, lo cual no iba acorde en absoluto con el ambiente frío que hacía, pero me daba igual. Me apetecía. Me senté en el sofá, junto a mi perro y, mientras pegaba el primer "buche" a la botella, encendí el televisor.

Mi teléfono seguía sin tener notificaciones. Y decidí que, por esa noche, me diese igual.