Sugerencia

..................................................................................Recomiendo leer mientras se escucha la música que dejo en cada entrada..................................................................................
...................................................................................................................Advierto que tanto escribo elegante como soez....................................................................................................................

viernes, 30 de junio de 2017

El diario.

 
Edward Hopper, «Habitación de hotel», 1931


«Querida Claudia,

 cuando leas este diario, ya me habré marchado. De una forma u otra, ya no formaré parte de tu mundo. 

Quiero que sepas que te había visto antes de conocerte. Solías acostarte bajo los olmos del parque con tu perro, cada día con un vestido nuevo, pero sin brillo en los ojos.

Fueron muchas tardes las que pasé observándote, indeciso a acercarme a ti. Pero un día ocurrió, y juro que fue un accidente. 

Tu perro echó a correr como loco, y tú intentabas alcanzarlo. Tras correr frenético tras él por todo el parque logré atraparlo, y ahí fue. Ese fue nuestro primer encuentro; donde empezaría todo. 

Estúpido de mí que luego no supe articular palabra cuando te tuve delante. Cuando pude presentarme, tartamudeé tanto que ni siquiera parecía que hablásemos el mismo lenguaje, ¿te acuerdas? Reías, y cómplice, me invitaste a un café para compensarme por atrapar a Cuco. 

Después de cuatro citas, llegó nuestro primer beso. Frío y con sabor a helado de menta, en aquellas gradas que miraban al mar. Bromeábamos sobre el sombrero que llevabas - que aún sigo diciendo que es lo más horrible que he visto en mi vida-, y en medio de una de tus carcajadas, te robé el primer beso, de muchos que vendrían después.

Tan sólo un año después nos casamos, y te recuerdo aquél día como la mujer más radiante del mundo. Sofía llegó tan sólo un año después, y dos años más tarde, Alex. Gracias cariño, por nuestros dos tesoros. Ahora que Sofía ha terminado el instituto, insístele en que persiga sus sueños, que estudie lo que realmente le apasiona. Y con Alex ten paciencia, sólo es una edad difícil que terminará pasando, como todo.

Todos decían que vivíamos rápido, y a día de hoy, mientras te escribo estas líneas pienso "menos mal que no dejamos nunca de ser dos locos con prisa". 

Has sido la esposa perfecta, y una madre aún mejor. No hemos tenido una trayectoria impecable a pesar de todo, ¿verdad? Ambos nos hemos gritado mucho, y hemos dormido en camas separadas alguna que otra vez. Sin embargo, ¡tremendas han sido las reconciliaciones! Gracias por todo eso. Por lo bueno y por lo malo, por todo lo que no nos dejamos atrás. 

Por desgracia, no vamos a tener tiempo de vernos envejecer, pero habrá que conformarse con lo vivido sin menospreciarlo en absoluto. Jamás cambiaría nada de todo esto. Desde hace ya un año, esta maldita enfermedad se ha apoderado de este cuerpo que ahora es vulnerable. Me has visto cambiar y debilitarme, y has visto desaparecer poco a poco a aquél hombre que corría desesperado tras un perro que no era suyo. Ya casi no me mantengo en pie, pero aún mis manos responden bien. Así que te escribo para darte las gracias, y para decirte que eres el amor de mi vida. Y que espero que algún día te vuelvas a enamorar de un hombre bueno, que os quiera y os respete en todo momento.

Doy gracias al Universo por haberte puesto en mi camino, y perdóname por no poder decirte todo esto mirándote a los ojos. Ya sabes que las despedidas no son lo mío.

Siempre tuyo,
Jack.»

Claudia permaneció sentada, con la mirada perdida sobre aquél diario que, en secreto, su difunto marido le había dejado escondido en un cajón. 

lunes, 26 de junio de 2017

Cosiendo los retales.

¿Conoces esa sensación?

De estar sumergido en el silencio, mientras te abraza una agradable sensación de melancolía.

Un refugio agónico constante que te impide salir, pero que al mismo tiempo, no te hace desear escapar hacia ninguna parte.

Estás aquí y ahora, respirando tristeza mientras sonríes, ¿no te dice algo eso?
Igual te gusta sufrir.
Pero a esto, otros lo llamamos arte.

Y quiero quedarme con eso, con las noches a solas en rincones con encanto,
con la soledad o a veces, con la compañía de algún gato callejero que viene también a este lugar,
a dejarse ser.

Elijo deleitarme con el único sonido del agua brotar,
de las hojas rodando por el suelo en cuanto una leve brisa las guía hacia ningún lugar.
Elijo seguir sufriéndote en silencio mientras me quede corazón para amar.

Por las noches en soledad que también merecen la pena ser vividas.


sábado, 24 de junio de 2017

Tiempo.

El sonido provino sin lugar a dudas del fondo de la cabaña. Al final del pasillo estaba situado un pequeño habitáculo donde descansaba un simple escritorio de madera y una estantería llena de libros viejos, estropeados por el paso del tiempo y por la humedad constante de aquél lugar.

El viejo Joe había vivido casi toda la vida en aquél lugar. Siempre se había considerado un hombre asocial, al que sólo le agradaba la compañía de sus gatos y, muy de vez en cuando, se dejaba ver con un viejo compañero de guerra para tomar un ron caliente en el bar del pueblo más cercano. Joe no tenía familia propia; jamás se había casado, y no tenía hijos.

Cuando el golpe sonó, el anciano se hallaba sentado en el sofá descansando de la atareada mañana. Había estado despejando la entrada y el pequeño porche de la inmensa cantidad de hojas secas que se habían desprendido de los árboles. También había estado lavando a mano algunas prendas y las había colgado en el interior de la cabaña, pues fuera había empezado a llover.

Uno de los gatos descansaba sobre las piernas del anciano, y al escuchar aquello se sobresaltó y quedó inmóvil mirando al interior del pasillo. Joe, también alarmado, se quedó en silencio unos segundos hasta que decidió levantarse para mirar a ver de qué se trataba. Quitó con cuidado a su gato de su regazo y se levantó despacio, pues sus piernas estaban entumecidas, por el cansancio y la edad. Se dirigió lentamente pero con decisión al pasillo. La habitación del fondo no tenía puerta, así que podía ver claramente el escritorio bajo el ventanal por el cual descendían las gotas de lluvia. Cuando llegó al marco, se detuvo. De repente le llegó un ligero aroma a lavanda que le cautivó por un segundo. Del interior de la habitación provino un golpe seco, como si algo hubiera caído. Joe se adentró con el corazón en un puño y pudo ver su reloj de pulsera tirado en el suelo de la estancia. Había caído boca abajo y Joe temió que se hubiera roto. Se acercó a él y lo tomó en sus manos, no parecía estar averiado, pero había dejado de andar. Miró el reloj de pared y se dio cuenta de que el reloj que tenía en sus manos había dejado de funcionar tan solo unos minutos atrás.

Extrañado se incorporó y sonrió, y dirigiéndose al estante, volvió a colocar el objeto allí. Decidió no hacerse preguntas y se sentó en la silla del escritorio. Sobre éste había una pequeña caja de puros en la que guardaba algunas cartas que había recibido de varios amigos a lo largo de su vida. Abrió la caja y con nostalgia empezó a leer los remitentes. Entre ellas habían varias de Dita, una chica con la que había tenido un breve noviazgo allá por los años cincuenta. La chica se cansó del carácter de Joe, y decidió dejarse cortejar por un caballero apoderado, y médico de renombre. Joe nunca dudó de los sentimientos de Dita hacia su marido, siempre se la vió enamorada. Pero siempre se rumoreó por el pueblo que habían otros intereses tras esa relación.

De repente una suave brisa fría paseó por la nuca del viejo Joe, erizándole el vello. Se giró sobre la silla, y miró desde ella el pasillo. Desde allí empezó a escuchar a sus gatos maullar con agonía. El hombre se levantó de la silla, dejando las cartas regadas sobre el escritorio, y comenzó a andar hacia la pequeña sala. Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando miró al sofá y vió a sus dos gatos maullando al lado de su cuerpo, aparentemente dormido. Uno de los gatos, George, comenzó a restregarse sobre el cuerpo de su dueño con la intención de hacerle despertar de aquél viaje eterno.

Joe tardó unos segundos en reaccionar y comprender lo que había ocurrido, aunque por si las moscas, trató de despertar pellizcándose varias veces los brazos, pero no hubo éxito. Sin duda había abandonado su cuerpo para no volver jamás a él. Trató de captar la atención de sus gatos, pero éstos no se percataron de nada. Joe volvió al estudio y se dio cuenta de que las cartas ya no estaban sobre el escritorio, y que la caja se hallaba perfectamente colocada en su sitio, como si él no hubiese estado allí segundos atrás. El reloj seguía sobre el estante. Todo parecía inalterable. El aroma a lavanda apareció de nuevo, esta vez Joe reconoció aquél olor. A su lado apareció tenue una silueta femenina y enseguida el anciano supo que se trataba del olor de su madre. Supo entonces que había venido a por él, pero antes de marcharse, Joe corrió hacia la sala, sin sentir dolor alguno  en sus piernas espectrales. Sintió un gran alivio al comprobar que había dejado provistos de comida y bebida a sus amados felinos. Esta vez, los animales sí se percataron de su presencia, y se observaron durante un rato entre sí. A Joe le apenaba profundamente dejarlos solos, pero confiaba en que alguien notase pronto su ausencia.




» A Charles Dekker le había extrañado que en las últimas dos semanas, su viejo compañero de guerra no respondiese al teléfono ni apareciese por el bar los domingos. La primera semana no pareció extrañarse demasiado, ya que sabía que Joe tenía cambios de humor muy recurrentes y a veces simplemente dejaba de socializar por unos días y le gustaba que le dejasen espacio. Fue después de quince días cuando Charles decidió acercarse a la cabaña de su amigo junto con dos policías pueblerinos que se habían ofrecido a acompañar al anciano. Un fuerte hedor y un sepulcral silencio provenían del interior del lugar. Aporrearon la puerta durante unos minutos, hasta que uno de los agentes decidió forzarla, y ésta abrió. El agente que entró primero hizo señas a su compañero para que impidiese el paso al anciano. El cadáver estaba sentado en el sillón, y parecía llevar bastantes días descomponiéndose. Charles logró entrar tras un forcejeo con el policía. Se echó las manos a la cabeza y acto seguido comenzó a llorar. Uno de los agentes informó por teléfono del  hallazgo a la comisaría, y ellos se encargarían de enviar un forense y avisar a los servicios funerarios. Tras varios minutos de llanto, Charles pareció recordar algo y miró los cuencos vacíos que estaban al pie de la ventana. Con desespero se adentró en la cabaña y empezó a revisar los diferentes espacios hasta que encontró a los gatos en el dormitorio. Ambos echados al pie de la cama, totalmente inmóviles.

Temiéndose lo peor, Charles se agachó y los acarició, dándose cuenta con alivio de que los pequeños cuerpos estaban calientes. Ambos gatos parpadearon débiles y uno de ellos maulló exánime. El anciano los cogió en brazos y les llevó a la cocina, donde les sirvió un poco de agua que bebieron con ansia. Los agentes le preguntaron si quería llevárselos consigo, hasta que revisasen si había alguna orden escrita sobre los gatos después de que su dueño falleciera. Charles asintió convencido de que a su mujer le encantaría la idea. Con los gatos en brazos se dirigió a la puerta y se volvió para mirar a su amigo una última vez. Se secó las lágrimas con la manga de su jersey, y aún con una inmensa congoja en su pecho, se encaminó a casa.

jueves, 1 de junio de 2017

Sólo un texto más sobre ti.

A veces da igual el cómo, el cuánto o el por qué.
Simplemente hay que aceptar que lo que no es, no es.
Da igual cuántas ganas, empeño o buenas intenciones tengas.
A veces la única opción es el silencio, la resignación.
El nuevo camino.

Por más que lo intento no logro hacerme de hierro,
y quizás es eso lo que hace que aún siga escribiendo sobre el dolor.
Le sigo escribiendo a la soledad cada noche,
y añoro con pasión y ferocidad aquellos labios que nunca fueron míos.

Son esos labios a los que canto cada noche
a sabiendas que tengo que borrarlos de mi memoria porque ya
no tienen nada más que darme. Ni una palabra, ni un beso.
Nada. Ni siquiera una sonrisa de esas que me removían por dentro.

A veces da igual cuánto te quiera, cuánto te desee,
cuántas cosas buenas pueda ofrecerte.
Da igual cuántas ganas tenga de mirar el mar contigo,
o de acariciar tu mano, en lugar de agarrarla sin más.

No importa en absoluto cuánta dulzura tenga dentro
guardada para ti. Da igual.
Si es que tú ya ni me ves, si hasta tus ojos te los has llevado.
Y ya no consigo verlos ni en sueños, ni siquiera logro pensarlos.

Y no importa ya si me siento sola, y vacía,
y es que ¿cómo puede alguien sentirse vacía con tanto amor dentro?
Es complejo, lo sé. Quizás por eso te marchaste.
Y quizás por eso te llevaste contigo un saco lleno de esperanza.
Quizás no lograste entenderme, o lo hiciste y te asustaste.

A veces no hay más que aceptar que no existen respuestas,
que nunca voy a saber qué ocurrió, y por qué te llevaste contigo
todo aquello que me hacía feliz. Y convertiste mis rincones favoritos,
mi música favorita, mis aficiones, en cosas que sólo me traen dolor,
porque en todas ellas está ahora tu ausencia.

En todas ellas resuena ahora el eco de tu voz
como si fueses un fantasma que me persigue para atormentarme,
para seguir recordándome que estuviste aquí, y que te marchaste.
Maldito seas tú, y el amor que te guardo.
Y sean malditos todos aquellos momentos que vivimos,
y que se han ido contigo.

Que aún me viene al olfato de repente el olor de tu piel,
y siento en mis manos el tacto de tus dedos.
Maldito sea el instante en el que decidiste que yo no era suficiente,
o que quizás era demasiado.

A veces, como ahora, no me queda opción más que esta.
Escribirle a alguien que no me lee, que no lo hará nunca.
Que está en este momento en algún lugar del mundo
donde no estoy yo. Pero que sigue estando en mi mundo.
A todas horas.