Sugerencia

..................................................................................Recomiendo leer mientras se escucha la música que dejo en cada entrada..................................................................................
...................................................................................................................Advierto que tanto escribo elegante como soez....................................................................................................................

sábado, 24 de junio de 2017

Tiempo.

El sonido provino sin lugar a dudas del fondo de la cabaña. Al final del pasillo estaba situado un pequeño habitáculo donde descansaba un simple escritorio de madera y una estantería llena de libros viejos, estropeados por el paso del tiempo y por la humedad constante de aquél lugar.

El viejo Joe había vivido casi toda la vida en aquél lugar. Siempre se había considerado un hombre asocial, al que sólo le agradaba la compañía de sus gatos y, muy de vez en cuando, se dejaba ver con un viejo compañero de guerra para tomar un ron caliente en el bar del pueblo más cercano. Joe no tenía familia propia; jamás se había casado, y no tenía hijos.

Cuando el golpe sonó, el anciano se hallaba sentado en el sofá descansando de la atareada mañana. Había estado despejando la entrada y el pequeño porche de la inmensa cantidad de hojas secas que se habían desprendido de los árboles. También había estado lavando a mano algunas prendas y las había colgado en el interior de la cabaña, pues fuera había empezado a llover.

Uno de los gatos descansaba sobre las piernas del anciano, y al escuchar aquello se sobresaltó y quedó inmóvil mirando al interior del pasillo. Joe, también alarmado, se quedó en silencio unos segundos hasta que decidió levantarse para mirar a ver de qué se trataba. Quitó con cuidado a su gato de su regazo y se levantó despacio, pues sus piernas estaban entumecidas, por el cansancio y la edad. Se dirigió lentamente pero con decisión al pasillo. La habitación del fondo no tenía puerta, así que podía ver claramente el escritorio bajo el ventanal por el cual descendían las gotas de lluvia. Cuando llegó al marco, se detuvo. De repente le llegó un ligero aroma a lavanda que le cautivó por un segundo. Del interior de la habitación provino un golpe seco, como si algo hubiera caído. Joe se adentró con el corazón en un puño y pudo ver su reloj de pulsera tirado en el suelo de la estancia. Había caído boca abajo y Joe temió que se hubiera roto. Se acercó a él y lo tomó en sus manos, no parecía estar averiado, pero había dejado de andar. Miró el reloj de pared y se dio cuenta de que el reloj que tenía en sus manos había dejado de funcionar tan solo unos minutos atrás.

Extrañado se incorporó y sonrió, y dirigiéndose al estante, volvió a colocar el objeto allí. Decidió no hacerse preguntas y se sentó en la silla del escritorio. Sobre éste había una pequeña caja de puros en la que guardaba algunas cartas que había recibido de varios amigos a lo largo de su vida. Abrió la caja y con nostalgia empezó a leer los remitentes. Entre ellas habían varias de Dita, una chica con la que había tenido un breve noviazgo allá por los años cincuenta. La chica se cansó del carácter de Joe, y decidió dejarse cortejar por un caballero apoderado, y médico de renombre. Joe nunca dudó de los sentimientos de Dita hacia su marido, siempre se la vió enamorada. Pero siempre se rumoreó por el pueblo que habían otros intereses tras esa relación.

De repente una suave brisa fría paseó por la nuca del viejo Joe, erizándole el vello. Se giró sobre la silla, y miró desde ella el pasillo. Desde allí empezó a escuchar a sus gatos maullar con agonía. El hombre se levantó de la silla, dejando las cartas regadas sobre el escritorio, y comenzó a andar hacia la pequeña sala. Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando miró al sofá y vió a sus dos gatos maullando al lado de su cuerpo, aparentemente dormido. Uno de los gatos, George, comenzó a restregarse sobre el cuerpo de su dueño con la intención de hacerle despertar de aquél viaje eterno.

Joe tardó unos segundos en reaccionar y comprender lo que había ocurrido, aunque por si las moscas, trató de despertar pellizcándose varias veces los brazos, pero no hubo éxito. Sin duda había abandonado su cuerpo para no volver jamás a él. Trató de captar la atención de sus gatos, pero éstos no se percataron de nada. Joe volvió al estudio y se dio cuenta de que las cartas ya no estaban sobre el escritorio, y que la caja se hallaba perfectamente colocada en su sitio, como si él no hubiese estado allí segundos atrás. El reloj seguía sobre el estante. Todo parecía inalterable. El aroma a lavanda apareció de nuevo, esta vez Joe reconoció aquél olor. A su lado apareció tenue una silueta femenina y enseguida el anciano supo que se trataba del olor de su madre. Supo entonces que había venido a por él, pero antes de marcharse, Joe corrió hacia la sala, sin sentir dolor alguno  en sus piernas espectrales. Sintió un gran alivio al comprobar que había dejado provistos de comida y bebida a sus amados felinos. Esta vez, los animales sí se percataron de su presencia, y se observaron durante un rato entre sí. A Joe le apenaba profundamente dejarlos solos, pero confiaba en que alguien notase pronto su ausencia.




» A Charles Dekker le había extrañado que en las últimas dos semanas, su viejo compañero de guerra no respondiese al teléfono ni apareciese por el bar los domingos. La primera semana no pareció extrañarse demasiado, ya que sabía que Joe tenía cambios de humor muy recurrentes y a veces simplemente dejaba de socializar por unos días y le gustaba que le dejasen espacio. Fue después de quince días cuando Charles decidió acercarse a la cabaña de su amigo junto con dos policías pueblerinos que se habían ofrecido a acompañar al anciano. Un fuerte hedor y un sepulcral silencio provenían del interior del lugar. Aporrearon la puerta durante unos minutos, hasta que uno de los agentes decidió forzarla, y ésta abrió. El agente que entró primero hizo señas a su compañero para que impidiese el paso al anciano. El cadáver estaba sentado en el sillón, y parecía llevar bastantes días descomponiéndose. Charles logró entrar tras un forcejeo con el policía. Se echó las manos a la cabeza y acto seguido comenzó a llorar. Uno de los agentes informó por teléfono del  hallazgo a la comisaría, y ellos se encargarían de enviar un forense y avisar a los servicios funerarios. Tras varios minutos de llanto, Charles pareció recordar algo y miró los cuencos vacíos que estaban al pie de la ventana. Con desespero se adentró en la cabaña y empezó a revisar los diferentes espacios hasta que encontró a los gatos en el dormitorio. Ambos echados al pie de la cama, totalmente inmóviles.

Temiéndose lo peor, Charles se agachó y los acarició, dándose cuenta con alivio de que los pequeños cuerpos estaban calientes. Ambos gatos parpadearon débiles y uno de ellos maulló exánime. El anciano los cogió en brazos y les llevó a la cocina, donde les sirvió un poco de agua que bebieron con ansia. Los agentes le preguntaron si quería llevárselos consigo, hasta que revisasen si había alguna orden escrita sobre los gatos después de que su dueño falleciera. Charles asintió convencido de que a su mujer le encantaría la idea. Con los gatos en brazos se dirigió a la puerta y se volvió para mirar a su amigo una última vez. Se secó las lágrimas con la manga de su jersey, y aún con una inmensa congoja en su pecho, se encaminó a casa.

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