Se paró ante mí desafiante, con su mirada fija en mis ojos y no esbozaba resquicio alguno de sonrisa en su cara. Sin resonar ni una sola palabra entre nosotros, ató su mano a la mía y pegó su cuerpo al mío.
Levanté la vista; ya frente a mí sólo quedaban pasillos luminosos, salas de espera vacías y un hilo negro que, anudado desde mi cintura hasta algún destino inalcanzable a mis ojos, tiraba de mí hacia aquél interior al que no quería llegar. A mi lado caminaba el Miedo, y yo sabía que pretendía quedarse.
De repente estoy en mi cuarto, en mi cama. Tumbada junto a él. Me mira y sabe lo que pienso, sabe que me duele. Sabe que el dolor cada vez es más fuerte, y las fuerzas son mínimas. Sabe que pienso que me muero. Sabe que la incertidumbre me mata, y ahí está él. El Miedo. No puedo encoger mis piernas, ni estirarlas tampoco sin obtener dolor por la presión. Hay algo dentro. Lo siento, lo noto.
Siento que me quiebro en cada movimiento.
«¡Ayúdame!», grito para mis adentros a cualquier ser del más allá, o a cualquier Poder Supremo que quiera escucharme. Y lo hago en silencio, para no preocupar a quien no puede hacer nada por mí. Es en este momento en el cual me doy cuenta de lo hipócrita que es el ser humano que no cree en Dios, salvo cuando necesita creer que alguien podría ayudarle. Salvo cuando necesita no sentirse sola, aterrorizada, e inmóvil.
Los días de espera son tan largos para mí como larga es la lista de desilusiones de mi vida. ¿Tendrá eso algo que ver? Seguro que sí.
Me acurruco finalmente en su pecho y lloro, la congoja se apodera de mí mientras él me abraza como si me protegiese, y acaricia mientras mi cabeza y le escucho susurrar. Pero no tiene voz. Sin embargo me lo repite, una y otra, y otra vez...
«Te mueres».
