Las fisuras se hacían cada vez más grandes, y una luz de color roja parecía salir de sus profundidades. Un ser comenzó a emerger de la tierra, de aquellas hendiduras que daban paso, sin duda, a algún tipo de infierno. Su tez era de color grisáceo, estaba desnuda. Su cuerpo era casi esquelético. El pelo negro y mojado por la lluvia, y el sudor provocado por el calor del lugar de donde provenía, cubría una parte de su cara. Estaba cabizbaja, agazapada en el suelo. Cuando levantó un poco la mirada, se distinguó una cara indudablemente inhumana. En su frente habían dos heridas, y de ellas brotaban unos pequeños cuernos de color gris oscuro. La sangre, cohagulada, seca, se extendía desde las heridas hasta sus mejillas, escuálidas. Sus ojos eran completamente negros, carecía de nariz y su dentadura era afilada, como los dientes de un escualo. Su respiración se volvió aún más agitada y su mandíbula comenzó a contraerse. Se puso en pie lentamente y su cuerpo fue deslumbrado por un relámpago. Sus costillas se veían a la perfección cuando cuando inhalaba.
Abrió sus brazos, alzándolos al cielo. Un grito colérico inhundó el lugar, y se aunó con el llanto desolado de los truenos.
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