Su cuerpo estaba aún tendido sobre la cama, inerte. Una cama que pretendía quedarse vacía, y era algo a lo que yo me negaba. No podía soportar la idea de no escuchar su voz nunca más, ni de no tomar café juntos por la mañana en nuestra pequeña terraza llena de flores y plantas colgantes, salvo los sábados que por costumbre íbamos a tomarlo a la cafetería de la plaza; ritual que habíamos seguido por más de treinta años.
No soportaba la idea de no bromear juntos cada noche antes de dejarnos llevar por el sueño, uno junto al otro en nuestra cama.
Ahora él estaba allí, pero ya no estaba. Ya no hablada, no apretaba mi cuerpo contra el suyo, ni me acariciaba la cara. Yo estaba de pie mirando su cuerpo a un lado, mientras me escocían los ojos y apenas podía ver con claridad. Mi cara no dejaba de estar mojada, pues el llanto me consumía por segundos desde hacía dos madrugadas; desde que dejó de respirar.
El dormitorio y la casa comenzaban a oler fuerte. Un olor desagradable que venía de él, del cuerpo de mi marido muerto. Era increíble para mí que ese olor pudiese provenir de alguien tan maravilloso, pero así es la vida. Y como parte de algo suyo, no quería tampoco desprenderme de él.
"Querido... ¿por qué?", no dejaba de repetirlo en voz alta, quizá esperando una respuesta que sabía que no iba a llegar, y dicho conocimiento hacía que mi corazón se quebrase aún más.
Rodeé la cama, y me tumbé por mi lado junto a él. Abracé su cuerpo frío y apoyé la cabeza en su pecho que ya no latía. Acaricié su cara, agarré fuerte su camiseta mientras me ahogaba en un llanto sordo y pedía explicaciones a Dios. Yo sólo quería despertar, quería que todo hubiese sido un sueño, y poder despertar con un aroma acafé recién hecho que me esperaba ya listo para tomar en la terraza. Quería escuchar su voz, quería decirle cuánto lo amaba y que él me escuchara y lo dijese de vuelta. Su nariz empezaba a expulsar fluidos que iba limpiándole a medida que me percataba de ello. Los pañuelos que utilizaba los estaba introduciendo en mi propio bolsillo, que ya estaba lleno, y pensaba conservar. No quería que se fuera, de ningún modo. No llamé a la funeraria, no avisé a nadie. Era mío, no quería que nadie se lo llevase.
Agarré su mano, una mano amarillenta que ya no sostenía la mía de vuelta. Coloqué sus dedos amagando que cerraban sobre los míos, queriendo sentirlo una vez más. Me incorporé un poco en la cama, y le miré. Besé su rostro, su frente, besé sus manos, e incluso bajé a besar sus pies. Esos pies que tanto caminaron a mi lado por este sendero que, a pesar de no ser fácil, fue infinitamente mejor a su lado. Esos pies que recorrieron junto a los míos tantos lugares bellos, tantos montes, tanta costa, tanta ciudad diferente. "Cariño, no te vayas, no me dejes", "¿Por qué me has abandonado?".
Escuchaba sonar aquella canción, la de aquella noche que sólo vivimos los dos. Sonaba en mi cabeza sin parar, como un recordatorio de lo que me faltaría siempre a partir de ahora. ¿Cómo voy a hacerlo? ¿Cómo sin él? No podía dejar de mirarle. El hedor cada vez era más insoportable, pues todo su cuerpo se descomponía. Él iba a desaparecer. Yo misma me encontraba tumbada sobre sus fluidos en aquella cama, y lejos de sentir asco, me sentí reconfortada. Porque aquello era suyo. Formaba parte de la persona que amaba, de mi compañero. Me volví a dormir sobre su cadáver. Abrazada a él, a salvo.
Han pasado dos meses. Estoy tomando café en nuestra terraza. Llevo ropa negra, porque no consigo ver la vida de otro color desde que no estás, amor mío. Miro la calle desde la silla, veo personas pasear, gente ajena a lo que yo te quise, a lo que nosotros fuimos. No pasa una mañana en que no llore aquí sentada, en la que no pueda preparar un café sin sentir que mi pecho se encoje, en que no quiera estar muerta contigo. No pasa un día en el que no quiera una señal tuya, la que sea. Y a veces me pongo tu perfume, para sentir que puedo tenerte cerca, pero ni en lo más remoto se parece a cómo olía en ti. Se llevaron aquellas sábanas con tu cuerpo, y el colchón se lo llevaron a la fuerza nuestros hijos, quienes me llaman a diario y vienen a verme varias veces por semana. Creo que finalmente le pondrán al bebé tu nombre. Nuestro nieto llevará tu nombre, cielo. ¿Qué te parece? Ojalá y sea como tú, y pueda verte una vez más en los ojos de otra persona a la que voy a querer con todas las fuerzas que me quedan.
¿Recuerdas nuestro viaje a Noruega? Qué felices éramos, allí donde sólo éramos dos, permitiéndonos solamente ser. Aquél aire fresco junto al lago, aquellas luces verdes del cielo. Tras ése viaje nos casamos, en privado, sin hacer ruido. Poco después llegó nuestro primer hijo, con quien te vi temer, y crecer como hombre, marido, padre. La vida que me has dado no merecía un cierre tan abrupto como este, nos dejaste con un hueco que jamás podremos llenar. Con una silla vacía que veo cada mañana, con tu hueco en el sofá de lectura en el que, de vez en cuando me acurruco con la manta para leer como hacías tú, hasta que las lágrimas me lo impiden. y, simplemente, apoyo me cabeza a un lado, y lloro hasta dormir. Qué vacío, qué silente está todo. Ya no encuentro la tapa de la pasta de dientes desenroscada sobre la encimera del baño, ni restos de la misma en el lavamanos. Ya no me topo con tus zapatos en cualquier lugar de la casa. Ya no encuentro jamás el estropajo de la cocina abajo al fondo de los platos. ¡Cómo odiaba eso! Y ahora lo daría todo, por poder encontrarlo ahí. Lo daría todo, mi vida.